Los clasificadores de cosas, que son aquellos hombres de ciencia
cuya ciencia consiste sólo en clasificar, ignoran, en general, que lo
clasificable es infinito y por lo tanto no se puede clasificar. Pero en lo que
consiste mi pasmo es en que ignoren la existencia de clasificables desconocidos,
cosas del alma y de la conciencia que se encuentran en los intersticios del
conocimiento.
Tal vez porque yo piense demasiado o sueñe demasiado, lo cierto es
que no distingo entre la realidad que existe y el sueño, que es la realidad que
no existe. Y así intercalo en mis meditaciones del cielo y de la tierra cosas
que no brillan de sol ni se pisan con pies –maravillas fluidas de la
imaginación.
Me doro con ponientes supuestos, pero lo supuesto está vivo en la
suposición. Me alegro con brisas imaginarias, pero lo imaginario vive cuando se
imagina. Tengo un alma para hipótesis varias, pero esas hipótesis tienen alma
propia, y me dan por lo tanto la que tienen.
No hay problema sino el de la realidad, y ése es insoluble y vivo.
¿Qué sé yo de la diferencia entre un árbol y un sueño? Puedo tocar el árbol; sé
que tengo el sueño. ¿Qué es esto, en su verdad?
¿Qué es esto? Soy yo quien, solo en la oficina desierta, puedo
vivir imaginando sin desventaja de la inteligencia. No sufro interrupción de
pensar por parte de los pupitres abandonados y de la sección de remesas sólo
con papel y rollos de cuerda. Estoy, no en mi banco alto, sino recostado, por
un ascenso sin realizar, en la silla de brazos redondos de Moreira. Tal vez sea
la influencia del lugar la que me unge de distraído. Los días de mucho calor
dan sueño; me duermo sin dormir por falta de energía. Y por eso pienso así.
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Todos los días suceden en el mundo cosas que no se explican por las
leyes que conocemos de las cosas. Todos los días, habladas durante un momento,
se olvidan, y el mismo misterio que las ha traído se las lleva, convirtiéndose
el secreto en olvido. Tal es la ley de lo que tiene que ser olvidado porque no
puede ser explicado. A la luz del sol, continúa siendo normal el mundo visible.
El ajeno nos acecha desde la sombra.
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Todo es absurdo. Éste dedica
la vida a ganar dinero que guarda, y no tiene hijos a quien dejarlo ni
la esperanza de que un cielo le reserve una trascendencia de ese dinero. Aquél
dedica su esfuerzo a conseguir fama, para después de muerto, y no cree en esa
supervivencia que le haría conocer su fama. Este otro se consume por conseguir
cosas que en realidad no le gustan. Más adelante hay uno que (…).
Uno lee para saber, inútilmente. Otro se divierte para vivir,
inútilmente.
Voy en tranvía, y voy fijándome lentamente, de acuerdo con mi
costumbre, en todos los detalles de las personas que van delante de mí. Para mí,
los detalles son cosas, voces, frases. En este vestido de muchacha que va
frente a mí, descompongo el vestido en la tela de que se compone, el trabajo
con que lo han hecho –pues lo veo como vestido y no como tela– y el bordado leve
que rodea a la parte que da la vuelta al cuello se me separa de un torzal de
seda, con el que se lo bordó, y el trabajo que fue bordarlo. E inmediatamente,
como en un libro elemental de economía política, se desdoblan ante mí las
fábricas y los trabajos: la fábrica donde se hizo el tejido; la fábrica donde
se hizo el torzal, de un tono más oscuro, con el que se orla de cositas
retorcidas su sitio junto al cuello; y veo las secciones de las fábricas, las
máquinas en las oficinas, veo a los gerentes procurar estar sosegados, sigo, en
los libros, la contabilidad de todo esto; pero no es sólo eso: veo, hacia allá,
las vidas domésticas de los que viven su vida social en esas fábricas y en esas
oficinas… Todo el mundo se despliega ante mis ojos sólo porque tengo ante mí,
debajo de un cuello moreno, que al otro lado tiene no sé qué cara, un orlar
irregular verde oscuro sobre el verde claro de un vestido.
Toda la vida social yace ante mis ojos.
Más allá de esto, presiento los amores, las intimidades, el alma,
de todos cuantos trabajan para que esta mujer esté delante de mí en el tranvía,
lleve, en torno a su cuello mortal, la trivialidad sinuosa de un torzal de seda
verde oscura tejido verde menos oscuro.
Me aturdo. Los asientos del tranvía, de un entrelazado de paja
fuerte y menuda, me llevan a regiones distantes, se me multiplican en
industrias, obreros, casas de obreros, vidas, realidades, todo.
Salgo del tranvía agotado y sonámbulo. He vivido la vida entera.
Fernando Pessoa, El libro del desasosiego
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