Llegó
un momento en el texto que yo no sabía quién estaba hablando, de dónde procedía
la voz que escuchaba, por ello yo no podía decir si este texto me causaba
placer o no, si me entristecía, si me disgustaba, si podía mostrar toda mi
capacidad de juicio, es decir, las mentiras, una forma de mentir que no es
tanto maldad cuanto compañía, sabido y deseado, también los lugares donde más
me gusta que me acaricien. Detrás del placer o del rechazo siempre hay alguien:
un nombre o un cuerpo porque los nombres y los cuerpos son más próximos de los
que creemos, son tierra removida, un nombre o un cuerpo que nos tome o a lo que
podamos tomar, disentidos, yo lo interpretaré, yo, yo lo presentaré, yo, yo
presentaré este texto, mi sal, el texto de Laia, a través, me acaricio. Y sin
embargo no encontraba el cuerpo ni los nombres de este texto, no sabía quién
hablaba. Es cierto que había nombres incluso cuerpos: Robert, Laia, Marguerite, y no sólo esos nombres, esos
cuerpos, también estaba Natalia, Antonio, Rebeca, Mariel, Enrique, pero ninguno de ellos era
realmente un nombre o un cuerpo o un nombre-cuerpo sino trampas, y con realmente
quiero decir mi vida, de quién, porque si me acercaba hasta ellos se plegaba mi
vida, ríete de mí, me río. El habla estaba suelta, los nombres eran trampas, y
aquello era ser creado, ser creado no como un inicio sino como un final, cuando
una voz, sólo una voz, te convoque, no voy a tocarte, cuando una voz te
convoque entonces abre la boca, no pronuncies, sólo déjala abierta,
desencajada, ridícula, fuera de lugar, y claro que esto será un chiste, no lo
será, si es ser, ahí, qué nos ha sucedido.
El cuerpo de Robert L. 35 kilos. Raspadura.
Transparencia. Gluten. Hueso a través. Cómo puede un cuerpo. Cómo puede un
hombre. Cómo pueden un cuerpo un hombre volver a ser. Cómo puede un hombre
volver a ser cuerpo volver a ser hombre. ¿Puede? También un cuerpo enfermo
alberga su propio “conatus” (Spinoza). Lo que hace que sea: “natura naturans”.
El empuje del fantasma. Eclosión de lo que rompe la espina de la muerte.
Reducido a los mínimos de su existencia, Robert L. insiste en hablar. Antes de
morir, quiere comer una trucha. Expresa su deseo, aunque no pueda comerla. Solo
por el habla sobrevive. Un habla distinta. Lechosa. Un habla narrante, que
quiere narrar, contar lo que asombra, lo espantoso. Quien ha pasado por
experiencias límite lo sabe: el habla o su espejismo sobreviven. Existe un
habla que sobrevive al hundimiento, a la cercanía o al presagio de la muerte. A
la extenuación. Hablar entonces es hablar también una lengua fantasma.
A menudo digo que hablar está sobrevalorado. Si
estoy triste y me dicen aquello de puedes hablar conmigo yo pienso que hablar
está sobrevalorado, su utilidad, su catarsis, su compartir, está sobrevalorado.
No me gusta hablar: si estoy triste y hablo no veo que esto me alivie o sirva
para restablecer un equilibrio entre mi tristeza y los otros, entre mi muerte y
mi no muerte que es una no no muerte. No me gusta contar, relatar, dar
detalles, explicar. Soy muy bruta porque prefiero en lugar de hablar ver una
película con alguien al que tampoco le guste hablar pero al que sí le guste
cogerme la mano. Incluso prefiero leer un libro antes que hablar, prefiero
escuchar, así que soy bruta del todo. La razón por la que no me gusta hablar
-aunque sí leer, sí tocar, el lenguaje, lo pensado, moviéndome- es porque me
veo mucho, me veo demasiado, toda iluminada, de frente, llegabas, y esto no me
gusta porque por un lado me incapacita para sentir cualquier cosa y por otro me
aburre terriblemente. En cierto modo podría decir que hablar me parece indigno
entendiendo por indigno cierta falta de falta, cierta carencia de carencia, completo,
pues no es tanto que mi habla no exprese lo suficiente sino que expresa de más,
y ese excedente duele. Pero todo esto se debe a que yo soy un cuerpo, un
nombre, un cuerpo-nombre, y posiblemente siempre lo sea, por ello mi habla es
indigna, por ello no me gusta hablar y por ello soy capaz de hablar de que no
me gusta hablar pues de otra manera decir tal cosa sería tan incoherente que todo
dejaría de suceder, lo que ha sucedido no nos ha sucedido.
¿Se
podría considerar L’espèce humaine como un resto de ese habla torrencial e
incontenible del Robert L. moribundo, como una ordenación cronológica de esa
lengua asombrada? Cuenta Marguerite Duras que Antelme, después de la aparición
del libro, apenas volvió a escribir y jamás habló nuevamente de los campos de
exterminio (salvo en intervenciones públicas y en la prensa, cuando era
requerido). Sin embargo, el libro sorprende por su absoluta minuciosidad, por
su fijación en el detalle, por un cierto estado de hambre narrativa. Es un
libro en que la memoria acaudala y obra en defensa propia, empeñada en salvar
las apariencias, el detalle, lo mínimo, para construir un relato de una
experiencia increíble, pero no inefable, como se ha pretendido a veces. Porque
tal vez esa experiencia haya de ser solo susceptible de ser relatada sin
totalidad, desde el fragmento, y poner orden al fragmento es lo que intenta
Antelme, lo que hace en su libro. Escribir vendría a ser una especie de operación
de rescate. La tarea del Antelme superviviente sería, entonces, hablar de los
que murieron, de quienes en ocasiones no conoció más que un retazo, una escena
en común, la forma de sorber la sopa en la escudilla, el sitio del que
llegaron.
La presentación del texto de Laia López Manrique la he hecho yo que es Ana Hidalgo.
Las imágenes son de Francesca Woodman.
el texto de Laia me parece una madriguera con muchas salidas y entradas; es subterráneo y conectado, intemperie y raíz, piel y cielo adentro...
ResponderEliminarresulta difícil hablar de un texto que reflexiona admirablemente sobre el habla que sobrevive, el habla-umbral del residuo y la combustión última, donde las palabras dejan acaso de sanarnos y nos proponen la prolongación espectral de una armonía truncada: música arrítmica que diga mejor el humano padecer, la desintegración del yo en el nos-otros (donde amamos la decadencia de ese despojamiento vertiginoso, donde reconocemos la carestía, el resto incalculable, la "grasa" del discurso incinerado, al fin, en el no-habla de quien vocifera y contabiliza cabezas, fardos, ganado...)
la escritura es aquí acróbata y se somete a muchas metamorfosis (la mayoría, sospecho, imperceptibles): va suturando elementos heterogéneos, el ensayo, la vivencia íntima a retazos, el habla doble, el habla triple... y lo hace con delgadez, atención y asombro... es la escritura de un muerto lúcido (como diría Lispector), de un muerto-vivo que indaga y no se resigna a buscar el hilo perdido y doloroso entre la tragedia colectiva y la individual; no se resigna a buscarlo, porque quiere hilar de otro modo, buscar otro ritmo, otra salvación, oto umbral en el habla desconyuntada... otra manera de ajustar el eje del mundo a la retina, a la visión amputada, en claroscuros, herida de hondura sin nombre...
el texto no está completo porque sólo el fragmento acerca el fuego (y el asombro) de esa herida, de esa voz sin voz...
y todo esto "tocado" con delicadeza y maravilla (tocado sin romper, acariciado)
con agradecimiento habitamos ese habla que sobrevive y nos cuenta el espectro, aquí, ahora, en el desconcierto del presente fantasmal que desfila ante las pantallas mudas...
"Pero en qué condiciones lo humano espesa, hace especie, si no es en la falta". Un texto que asombra por su crudeza y por su delicadeza, por igual. Siempre me ha atraído la relación entre Duras y Antelme, quizá aquí he comprendido esta relación imposible con el superviviente más que nunca. Gracias a Laia por conseguirlo, con este escrito formado como de placas tectónicas, diferentes niveles donde la narración, la reflexión, el análisis y la vivencia pura van más allá del simple diálogo, intercambian sus roles, colaboran insólitamente despojados de todo aquello que no pueda intentar dar cuenta del desastre...
ResponderEliminarUn texto tectónico (como dice Rubén), a pedazos, espejos rotos y reflejados, fantasma la escritura.
ResponderEliminarMe ha interesado mucho esto: “Un cuerpo que habla: en eso se había convertido. Un cuerpo que no se sostiene en pie, un cuerpo desprovisto en absoluto (desprovisto de toda “humanidad” salvo por el habla).”
Y esto: “Existe un habla que sobrevive al hundimiento, a la cercanía o al presagio de la muerte. A la extenuación. Hablar entonces es hablar también una lengua fantasma.”
He recordado a otro superviviente, otro cuerpo fantasma-hablante: Jean Améry. Extraño muerto en vida, ser entre dos mundos, semi-muerto y semi-vivo, vivo que no sobrevivió a la muerte de Auschwitz y Buchenwald. Jean Améry y su rostro. El rostro de Jean Améry también dice “estoy muerto”. En “Más allá de la culpa y la expiación” escribió esto (la cita es larga pero creo que merece la pena):
“Todos aquellos problemas que, según una convención lingüística, denominamos “metafísicos” se tornaron superfluos. Pero también en esta ocasión, la imposibilidad del pensamiento no dependía de la apatía, sino, por el contrario, de la cruel agudeza de un intelecto endurecido y afilado por la realidad del campo. A esto se añadía el desánimo, gracias al cual, tal vez, se habría podido dar contenido y, por tanto, conferir sentido subjetivo-psicológico, a vagos conceptos filosóficos. De vez en cuando, alguno se acordaba de aquel desagradable mago del país de los alemanes que había dicho que el ente se aparecería a los humanos sólo mediante la luz del Ser, pero que al fijar su reflexión sobre el primero se habían olvidado del segundo. Cómo no, el Ser. Pero sin duda en el campo era más convincente que en el exterior el hecho de que la jerga del ente y la luz del ser no servía para nada. Se podía estar hambriento, estar fatigado, estar enfermo. Mas afirmar que se es en sentido absoluto era un sinsentido. Y el ser en general se convirtió definitivamente en un concepto abstracto y, por tanto, huero. Sobrevolar la existencia real con palabras se nos antojaba no sólo un juego lujoso y fútil que permanecía prohibido, sino también sarcástico y malicioso. El mundo fenoménico nos ofrecía a cada instante la prueba de que su insoportabilidad sólo se podía combatir con medios inmanentes. Formulado con otras palabras: en ningún otro lugar del mundo la realidad poseía una fuerza tan imponente como en el campo, en ningún otro lugar era tan poderosamente real. En ningún otro lugar el intento de sobrepasarla se demostraba tan desesperado y barato. Para reparar en esta circunstancia no necesitábamos de ningún método de análisis semántico y de ninguna sintaxis lógica: bastaba con ver la torreta de vigilancia y sentir el olor de la grasa calcinada procedente de los crematorios.
En el campo de concentración, el espíritu se declaraba incompetente.”
Una lengua sin ser, una lengua que está. La lengua fantasma es quizá aquella que sirve para decir “estoy (estar no ser) muerto y quiero comer una trucha”. Y descubrir, de pronto, que eso, eso tiene sentido.